La forma del agua: Un relato prodigioso que rinde homenaje al cine

Este cuento encantador narra las andanzas diarias de una modesta empleada de un laboratorio gubernamental estadounidense ultra secreto, en plena Guerra Fría (donde las milicias del gobierno de los Estados Unidos examinan compulsivamente todo lo que tienen a mano para poder sacarle ventaja a los soviéticos), cuya vida bascula cuando descubre algo aún más secreto. El film, escrito y dirigido por el  cineasta mexicano Guillermo del Toro, se inicia con el tradicional “Érase una vez…” y presenta a “una princesa sin voz”, la soñadora Elisa Sposito, (Sally Hawkins, prodigiosa).

Situada a comienzos de los años sesenta del siglo XX, la trama se desarrolla en  Baltimore; allí Elisa comparte su apartamento con Giles, hombre gentil y gay, melancólico y alcohólico, artista comercial frustrado a quien la homofobia de la época lo ha forzado a mantenerse en el closet. Siguiendo una rutina pautada como una partitura musical, Elisa se levanta, se masturba en el baño y luego se dirige al instituto top secret en el que trabaja como aseadora nocturna. Muda de nacimiento, sonríe ante la verborrea de Zelda (Octavia Spencer), una suerte de filósofa del trapo de limpieza. “Los más grandes cerebros del mundo trabajan aquí pero eso no les impide orinar por todas partes menos en el urinario” refunfuña ella, entre otras perlas…  Y de pronto llega un contenedor en el que se oculta un misterio. Los hechos que se suceden después conducirán a que la rutina de Elisa se vea radicalmente alterada, tal y como ocurre con su corazón, cuando ante ella y su colega Zelda se revela una insólita situación.

Aunque su trabajo consiste en limpiar sin hacer preguntas, de pronto, a través del vano de una puerta blindada,  Elisa observa la agitación de un grupo de militares en torno a una extraña entidad reptiliana (Doug Jones, actor-mimo de excepción) que se parece bastante al recordado “Monstruo de la Laguna Negra”.  Este descubrimiento  estimula furiosamente su curiosidad. Fascinada, Elisa intenta aproximarse  y poco a  poco  entabla un diálogo hecho de música y  porciones de su cena con un ser muy sensible aunque también animado de pulsiones violentas

El vals platónico que sigue será sin embargo de corta duración: mientras que los científicos desean estudiar a este espécimen fuera de lo común, el  responsable de la seguridad, oficial del FBI, Richard Strickland (un genial Michael Shannon que representa a un malvado pleonástico) tortura a la encarcelada criatura que ha sido sacada de su hábitat natural en las profundidades de un río amazónico y quiere disecarla para sacarle provecho; por su parte los rusos traman acciones para apoderarse del cautivo. Aterrorizada por las turbulencias que se anuncian, Elisa, amorosa, no tiene otra opción y con la ayuda de su vecino Giles y su amiga Zelda, dos personajes tan solitarios como ella, elabora un plan para liberar al amante con escamas y lo rapta. Allí se termina de desencadenar una historia de amor locamente poética en la que el agua desempeña un papel fundamental.

Tienen tanto en común, ninguno de los dos habla, ambos han sido perseguidos, son peces no comprendidos fuera del agua que sufren a manos de una sociedad arrogante y antipática que solo respeta a los “triunfadores” que reflejan sus propios valores, estrechos y amargos (en este sentido, y aunque la historia se ubica en el contexto de los años sesenta, la película se dirige críticamente a la actualidad).

En el personaje de Elisa convergen de alguna manera el burlesque de Charlie Chaplin y la fantasía musical de Amélie. Hay algo en sus desplazamientos, en su manera de abordar lo real, en sus hábitos cotidianos que le dan ese pequeño toque marginal. A este respecto, más allá de la pareja central, Del Toro le otorga momentos  de  valentía  individual a personajes –Giles, el artista Gay, Zelda, una mujer negra, sin contar al espía ruso, un original desvío del sempiterno enemigo extranjero- a quienes Hollywood habitualmente les niega esa posibilidad. En lo que respecta a Strickland, ultraconservador, racista, misógino, xenófobo y especista, el mal que él encarna es el dogmatismo y el miedo al otro. Un “otro” que el cineasta celebra y abarca en sus múltiples facetas, recreando una memorable oda a la tolerancia y la diversidad ecológica, funcional, de género, sexual y etnocultural, tolerancia y diversidad que se confrontan en múltiples registros y numerosas situaciones conduciendo a una interrogación sobre valores y diferencias, destilando una cierta crítica política y social, pasando por una cierta reflexión sobre la soledad y el lenguaje, con constantes aperturas simbólicas.  Apasionado por las figuras fantasmagóricas, vale decir francamente monstruosas, el laureado director y libretista Del Toro agrega una nueva obra, una obra maestra en todo el sentido de la palabra, a una trayectoria filmográfica que muestra constantemente la humanidad de los monstruos y la monstruosidad de muchos humanos.

Mención aparte merece el personaje agua. Vale destacar la escena en la que Elisa lee en su calendario « La vida no es más que un río cuya fuente es nuestro pasado», frase que deviene en cierta metáfora de su propia existencia. Pero detrás de esto está también el hecho de que el agua es la verdadera estrella de este largo metraje… siempre presente de una manera u otra desde las primeras hasta las últimas imágenes. Y entonces, como sumergida por ella, esta misma agua, bien común que se desprende del cielo para regar la tierra, que se bebe, que se vierte para lavar la sangre salpicada de la tortura y otras suciedades, pero que también llena el cuarto de  baño para hacer un nido de amor, se infiltra y luego se derrama sobre la sala de cine del piso inferior a modo de alegoría de  purificación que se abre a una vida nueva… es el público del cual formo parte, el público que somos, que se encuentra también bañado por ella y su forma bienhechora y deslumbrante que, finalmente, nos hace volver a la “realidad” y salir de la sala oscura, sin lugar a dudas un poco mejores, tocados por la gracia…

Auténtico mago de la imagen, maestro del fantástico y genio de la puesta en escena, Guillermo del Toro reafirma con esta película su predilección por el contraste de los complementarios ocre y turquesa en beneficio de una estética retro-futurista. Este último color domina en el apartamento de Elisa donde todo, desde los tintes a las texturas y los accesorios, evoca los fondos acuáticos: abismos misteriosos de donde proviene la bestia  que se enamora de la bella. Imposible pasar por alto la banda original del francés Alexandre Desplat que sublima las secuencias más mágicas.

Fascinante y envolvente, La Forma del Agua, festeja el cine, el fantástico, el mudo, el de terror, pasando por la serie B, la comedia musical, el romance tipo cuento de hadas y el suspenso más negro. Tal vez si el Vincente Minnelli de An American in Paris (Un Americano en Paris) y el  Michael Powell de The Red Shoe (Las Zapatillas Rojas) hubiesen realizado un film noir juntos, el resultado hubiera podido ser algo muy parecido a La Forma del Agua. Verdadera parábola onírica, La Forma del Agua nos transporta a un universo singular donde los outsiders son heroicos, los malos, demoníacos, y los amores, cautivantes. Se trata de una fábula optimista, militantemente contraria al cinismo, en la que nada es forzado y todo fluye en un torrente de emociones…. Ciertamente, uno no deja de detectar ciertas inverosimilitudes (el acceso inmediato al mítico ser anfibio, la lentitud de la fuga, etc.). El final y su revelación resultan asimismo previsibles… ¿Pero no es eso lo que suele ocurrir en los cuentos?

Autor

Francisco Javier Velasco

Antropólogo y Ecólogo Social. Doctor en Estudios del Desarrollo, Maestría en Planificación Urbana mención ambiente, Especialización en Ecodesarrollo, profesor investigador del CENDES UCV.

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