La invasión a Ucrania ordenada por el gobierno de Vladimir Putin y la posibilidad derivada de una escalada de violencia que involucre por entero a los principales bloques de poder que se disputan la hegemonía mundial, ha puesto sobre el tapete el hecho de que la vida existente en la Tierra se confronta con dos grandes amenazas existenciales: la crisis climática y el armamento nuclear. Se trata de dos amenazas estrechamente ligadas que se refuerzan mutuamente.
En Venezuela la crisis climática sigue lamentablemente siendo un tema altamente ignorado. En otras partes del mundo este asunto ha venido cobrando cada vez un mayor espacio (aún insuficiente) en los debates públicos; no obstante, las negociaciones climáticas (por lo demás, nada extraordinario puede decirse de ellas con sus muy tímidos logros) corren el riesgo de paralizarse con la situación de guerra en Ucrania. Transcurridas un par de semanas, el mundo se encuentra en una circunstancia llena de incertidumbres en la que el frente climático tiende a ser puesto a un lado en beneficio de las operaciones militares y el interés por el suministro seguro de hidrocarburos. Hay quienes se preguntan ¿Cómo puede pensarse en una transición hacia un mundo más ecológico, de equilibrio y justicia climática, cuando el fantasma de una conflagración nuclear o de un accidente causado por la guerra en instalaciones nucleares, asoman su cabeza entre las amenazas y advertencias surgidas en torno al conflicto armado Rusia-Ucrania?
El más reciente informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), que motivó serias advertencias por parte del Secretario General de las Naciones Unidas, dibuja un panorama futuro realmente aterrador en lo que concierne al bienestar de la humanidad y la salud del planeta (con consecuencias particularmente serias para América Latina), si no se toman medidas urgentes y se retrasan las acciones concertadas en materia climática. No obstante, las informaciones relativas a la invasión rusa y su posterior desarrollo han invisibilizado casi por completo la divulgación de este documento. Siendo que la acción efectiva climática exige una sólida cultura de diálogo, equidad, consenso y respuestas coordinadas a nivel global, la dinámica política y geopolítica actual se mueve en sentido contrario hacia una concentración de recursos en detrimento de otros, con cálculos ultranacionalistas y supremacistas de sobrevivencia. De hecho, a la hora de redactar el último informe del IPCC, se presentaron roces entre los negociadores rusos, ucranianos y estadounidenses en torno a los efectos ejercidos por los conflictos armados sobre el cambio climático. Agreguemos a esto el hecho de que importantes misiones y encuentros entre investigadores científicos del clima han sido suspendidas; el tumulto internacional y las sanciones financieras han puesto un término inmediato a la colaboración entre investigadores rusos y científicos de otros países y continentes, afectando especialmente a proyectos de investigación sobre el Ártico que es considerado, dicho sea de paso, después de la selva amazónica, el segundo gran “pozo de carbono” del mundo. Hace unos días ocho países del Ártico, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega, Suecia y los Estados Unidos, anunciaron igualmente que suspendían su participación en el Consejo del Ártico, organismo intergubernamental que coordina políticas en esa región y que normalmente aborda cuestiones vinculadas a la exploración y la extracción de recursos, así como a estudios de impacto ambiental. Vemos así, como al denominado Nuevo régimen climático (1) se le acumula plomo en el ala.
El corto plazo político y la demagogia marcan la inacción de la mayor parte de las élites políticas, sobre todo en los países que más contribuyen a la crisis climática. Según un informe de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA), solo en ese país, el costo de los daños causados por los fenómenos metereológicos extremos, era de 400.000 millones de dólares en 2018, pudiendo alcanzar en 2050 la astronómica cifra de 3 billones por año (2).
Mientras que las inversiones en fuentes alternas de energía y ecotecnologías son todavía menores en términos comparativos, cabe destacar los numerosos recursos políticos y científicos necesarios para la innovación tecnológica que se destinan al desarrollo armamentístico y, en particular, a las armas nucleares, que en nada contribuyen a resolver nuestros urgentes problemas existenciales y más bien amenazan el sistema de vida de la Tierra con la guerra.
La guerra es quizás la peor de las actividades humanas por todo lo que ella inflige inmediatamente: las muertes, las mutilaciones, las quemaduras, las violaciones, los traumatismos, la destrucción de los hábitats y las infraestructuras vitales, los desplazamientos masivos de la población, etc. Pero las guerras ejercen igualmente impactos destructivos en la naturaleza y los ecosistemas. Entre tantos y tantos ejemplos podemos citar el empleo masivo de defoliantes durante la guerra de Vietnam o la muerte de la mitad de las datileras de Irak, primer productor mundial de dátiles para la época, en el curso de la Guerra del Golfo de 1991. Podemos añadir a esto los grandes volúmenes de desechos peligrosos, incluidos los radiactivos, generados en los sitios de emplazamiento de fábricas de armamentos y bases de entrenamiento militar que contaminan los suelos y las aguas. La huella de carbono del militarismo y las guerras comprende las emisiones de todos los ejércitos e industrias militares del mundo, comprendiendo también las emisiones de los incendios resultantes de los ataques a pozos de petróleo, refinerías y convoyes de abastecimiento, una práctica corriente en las guerras modernas. A título de ejemplo citemos la retirada del ejército iraquí de Kuwait en 1991 que incluyó el incendio de centenares de pozos petroleros que ardieron durante muchos meses contribuyendo de manera importante a las emisiones mundiales de carbono provenientes de las energías fósiles y la biomasa. Esto se complementa con las emisiones asociadas a la reconstrucción de infraestructuras destruidas o dañadas; con relación a este aspecto cabe señalar que la producción del cemento necesario representa ya un volumen considerable de emisiones. Finalmente, es importante señalar que las emisiones militares de gases de efecto invernadero están por lo general exentas de las metas de reducción acordadas por los diferentes países.
Las armas nucleares, además de ser muy costosas, militarmente y políticamente resultan obsoletas y suicidas. Hoy en día no existe la menor posibilidad de que en una confrontación nuclear a gran escala entre las grandes potencias, alguno de los contrincantes pueda resultar ganador. Hace apenas pocas semanas Vladimir Putin ordenó poner en alerta máxima a la fuerza nuclear rusa, generando olas de ansiedad en todo el mundo. Ciertamente, esto podría ser interpretado como una mera demostración de fuerza que busca disuadir a terceros, principalmente a la OTAN, de ayudar militarmente a Ucrania. Sin embargo, esta decisión no deja de ser problemática y peligrosa.
En este sentido vale la pena recordar que la bomba atómica lanzada por un bombardero estadounidense sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, causó la muerte en pocos segundos de unas 80.000 personas, a las que se agregaron 50.000 más en las semanas siguientes y decenas de miles más posteriormente.
En 2022 se cuentan nueve países con una enormemente siniestra capacidad nuclear (90% correspondiente a Rusia y los Estados Unidos) que se concreta en artefactos nucleares que, por lo general, tienen una potencia de destrucción que varía entre 100 y 1.000 veces el equivalente a la bomba de Hiroshima (3). El arsenal nuclear ruso dispone de unas 6.200 cabezas nucleares (ojivas), 1.600 de las cuales están listas para usarse, otras 3.000 dispuestas en almacenes y 1.600 en proceso de ser desmanteladas. Por su parte los Estados Unidos cuentan con 5.800 cabezas nucleares, 1.800 desplegadas para ser usadas, 2.200 almacenadas y 1.800 en espera de su desmantelamiento. En el resto de las potencias nucleares las ojivas se distribuyen así: China 350, Francia 290, Reino Unido 215, Pakistán 160, India 150, Israel 90 y Corea del Norte entre 30 y 40.
Ya desde comienzos de la década de los sesenta en el siglo XX, la potencia de destrucción de los arsenales nucleares era capaz de acabar, no solo con la humanidad entera, sino con gran parte de las especies animales y vegetales. Si bien los impactos inmediatos de una guerra nuclear afectarían principalmente al hemisferio norte del planeta, las numerosas e inmensas explosiones levantarían una gigantesca cantidad de polvo y cenizas que llegaría a la estratósfera y engendraría un invierno nuclear, comprometiendo las cosechas y llevando al resto de la humanidad a una situación de hambruna extrema. Eso sin considerar los terribles efectos de la radiación que se expandiría por todo el mundo.
Una sola detonación nuclear puede causar enormes e irreparables daños ambientales, afectando muy seriamente a la flora y la fauna, contaminando con radiación las aguas y el suelo. El empleo “limitado” de armas nucleares puede tener consecuencias climáticas catastróficas, entre ellas la reducción de la capa de ozono, la afectación severa de la biodiversidad y la reducción drástica de los tiempos de cosecha.
El peligro nuclear está presente ahora con mucha fuerza en un contexto mundial de agudización de tensiones y de desmantelamiento sistemático de ciertos controles que ayudaron a prevenir una catástrofe nuclear en los últimos 50 años. Como factor agravante de las amenazas nucleares y climáticas, está el hecho de que varios gobiernos impulsan campañas de cyber-desinformación para sembrar la desconfianza en la ciencia y los acuerdos y sistemas de verificación internacional que buscan promover la seguridad nuclear y responder a la urgencia de la crisis del clima.
La crisis climática aumenta el riesgo de destrucción catastrófica por una guerra nuclear. Sumándose a la inestabilidad de la dirección política en los Estados nucleares que pueden conducir al control de las armas nucleares por parte de dirigencias extremistas, están el riesgo de detonación accidental o de ciberterrorismo debidos a la vulnerabilidad creciente de los sistemas automatizados, el creciente desorden del clima que multiplica los riesgos de conflictos por la apropiación de recursos tales como la tierra, el agua potable, las reservas alimentarias, e incrementa las presiones migratorias. El calentamiento global podría incluso provocar un estado de guerra civil mundial exacerbando tensiones latentes entre poblaciones. El derretimiento de los casquetes polares y los glaciares, y el consecuente aumento del nivel del mar, son susceptibles de desestabilizar regiones enteras. Ciertamente, las guerras (incluida una hipotética guerra nuclear, tienen causas históricas, sociales, políticas y económicas particulares. Pero los efectos de las crisis ambientales constituyen poderosos factores de desestabilización y tensiones sociales, contribuyendo a la conflictividad.
Debemos evitar a toda costa que la lucha contra el cambio climático se entrampe en beneficio de la real politik y el cortoplacismo. Después de dos años de pandemia que han puesto en un segundo plano la problemática ambiental (como sabemos muy ligadas la una con la otra), aparece ahora el espectro de la guerra susceptible de derivar en nuclear.
Todavía podemos y debemos soñar, la esperanza nos hace vivir. Y de vida se trata puesto que las armas nucleares son simplemente la supresión, la negación de la vida en todas sus formas, la exacerbación al absurdo del Antropoceno que se convierte en Apocalipsis. El calentamiento global desemboca en las mismas consecuencias letales. Algunos segundos para el arma atómica; una o dos generaciones para la catástrofe climática final. Conviene batirse de manera individual y colectiva en dos frentes: el de la sobreproducción y la hiperactividad humana, y aquel que busca suprimir el militarismo y la amenaza nuclear heredada de la “Guerra Fría”.
No resulta inútil recordar que a escala internacional, regional y local necesitamos la justicia, la equidad, la paz y la concordia para resolver la crisis climática. Necesitamos la solidaridad y la confianza. Todos debemos concentrar nuestros esfuerzos en contra de las tensiones de guerra que, en esencia, son desfavorables a la lucha en pro de la estabilización del clima. El éxito en los esfuerzos por lograr una humanidad carboneutra exige hacer prevalecer la colaboración en vez de la competencia, la ayuda mutua en vez de la rivalidad, la sabiduría en vez de la propaganda y los prejuicios y, sin duda alguna, la paz en lugar de la guerra. El objetivo de abolir las armas nucleares (y los complejos militares-industriales en los que ellas se fabrican) debe formar parte integral del significado del lema ¡Cambiemos el sistema, no el clima! Pacifismo y justicia ambiental y climática son dos caras de una misma moneda que nos indica un camino de convergencia para la transformación radical y convivial de nuestros modos de existencia en el mundo.
(1) El nuevo régimen climático es una expresión acuñada por el filósofo francés Bruno Latour para describir el sistema complejo de arenas e instituciones donde se inventa la diplomacia para los asuntos climáticos. Leer Cara a cara con el planeta. Ocho conferencias sobre el nuevo régimen climático, Siglo XXI, Buenos Aires, 2017
(2) https://www.yaleclimateconnections.org/2019/04/climate-change-could-cost-u-s-economy-billions/