Los nostálgicos de la Venezuela petrolera y las campanadas de la crisis civilizatoria

Fuente: The New York Times

En este 2022, años después de que iniciara el colapso histórico de la Venezuela petrolera, el Gobierno de Nicolás Maduro ha propuesto que el país volverá a alcanzar la cifra de dos millones de barriles diarios de petróleo. Los sectores de oposición afiliados al régimen de Maduro asienten y aplauden. Y a pesar de toda la confrontación política, Juan Guaidó y su facción comparten el mismo imperativo, siendo que públicamente han manifestado el deseo de, luego de la salida de Maduro, aumentar la producción petrolera venezolana, esta vez impulsada primordialmente por el sector privado.

El actual debate sobre la mentada “recuperación económica” de Venezuela, desarrollado entre numerosos expertos, economistas y gremios empresariales, básicamente va por una línea similar. Aunque provengan de corrientes de pensamiento y toldas políticas diferentes, estos asumen igualmente el imperativo petrolero: hay que recuperar la industria, aumentar las cuotas de producción; y recordar que esta es la principal ‘palanca para el progreso nacional’. Se publican informes y análisis en los que se propone la necesidad de nuevas leyes liberalizantes favorables al sector privada, mientras se invoca la llegada de decenas de miles de millones de dólares en inversión extranjera para lograr esa meta.

Y ahora el Gobierno de Joe Biden irrumpe en el escenario de este consenso petrolero nacional 2.0. Ni la crisis humanitaria que ha vivido el país, ni el drama de los más de seis millones de migrantes venezolanos recorriendo parte del mundo, ni los peligros del desbordamiento de un conflicto político interno, habían logrado en muchos años que se realizara una reunión de alto nivel tan directa, tan rápida, como la que se dio recientemente entre los Gobiernos de Estados Unidos y Venezuela. Fue el petróleo, sazonado por la guerra en Ucrania, lo que hizo que a Biden se le olvidara la “lucha por la libertad” y la “preservación de las democracias en el mundo”; y a Maduro su “lucha contra el imperio y el capitalismo”. Nada de ideologías, ni de luchas del bien contra el mal; más bien es poder puro, pragmatismo desinhibido, un síntoma de la época. Se sentaron rápidamente ambos gobiernos como si nada hubiese pasado, se sentaron con frialdad después de tanta devastación que han dejado atrás. Coincidiendo no sólo en el petróleo, sino también en el hecho de convertir las tragedias en oportunidades para hacer negocios.

Así que, el potencial giro energético estadounidense podría representar un poderoso ingrediente de reforzamiento del imperativo petrolero venezolano. La discusión económica en Venezuela básicamente se preocupa por cuántos barriles de producción podría en realidad aumentar la industria en el país, en cuánto tiempo, cuál sería el esquema de negocios y cuál el gobierno más apto para administrar ese proceso y los excedentes petroleros. No mucho más; el sentido común de la política y la economía venezolana parece que no da para mucho más. El imperativo petrolero es casi como una obviedad colectiva, tal y como lo fue por casi un siglo.

Nada sorprendente, si no tuviésemos bajo nuestros pies, frente a nuestros ojos, los escombros, las ruinas, los órganos descompuestos de la Venezuela petrolera que tantos delirios, proyecciones y consensos generó; si no hubiésemos presenciado un enorme fracaso histórico, uno de los colapsos societales más dramáticos de las últimas décadas en el mundo; pero sobre todo, si no tuviésemos ante nosotros una crisis civilizatoria de carácter global que, basada en un modelo sostenido por los combustibles fósiles, ha puesto en entredicho la propia posibilidad de vida en el planeta.

Sobran los argumentos simplistas para explicar el desastre venezolano: todo era hermoso hasta que llegó el chavismo; todo es culpa del imperio; etc, etc. Faltan preguntas de fondo, pensamiento sistémico, genealogía. En medio de la extendida debacle nacional, no se plantea cuestionamiento alguno al modelo dominante de sociedad. Como si no hubiese pasado nada en Venezuela, como si no estuviese pasando nada en el mundo. Decisores y pensadores sumergidos bajo un notorio extravío del tiempo histórico que vivimos, nostálgicos de la “normalidad”; con respuestas mecánicas, parálisis de la imaginación política, con el agonismo anestesiado. La respuesta de la clase política e intelectual dominante es, fundamentalmente, reproducir el modelo de sociedad que nos trajo a este desastre.

Podríamos volver a traer los viejos debates sobre los límites estructurales de las economías petroleras y plantear la pregunta: ¿qué parte de estos llamados históricos no se entendió? Pregunta incluso mucho más amarga si tomamos en cuenta que la profecía perezalfonziana de ‘El desastre’ ya se cumplió. Podríamos añadir elementos del debate actual en el que se resalta el carácter eminentemente inestable que tendrá este tipo de economías ante las nuevas realidades globales del mundo de los combustibles fósiles. Y podríamos también discutir sobre los altos niveles de endeudamiento externo y los procesos de privatización (con un mayor debilitamiento de la soberanía nacional) que conllevarían el relanzamiento de la industria petrolera en Venezuela. Pero de manera dramática, estas cuestiones lucen realmente secundarias ante el hecho de que el planeta se estremece, se estremece la vida misma en la Tierra. El último informe del Panel Intergubernamental Sobre Cambio Climático (IPCC), publicado a fines de febrero de este año, como mínimo debería quitarle el sueño al Presidente, diputados, partidos políticos, alcaldes y gobernadores, expertos, economistas y gremios empresariales. No parece que así sea; más bien parece que eso no es con ellos, que no se enteran, que eso no tiene que ver con Venezuela, o que eso es un problema para quien sabe cuál futuro.

El planeta ha llegado a un límite, y esto no tiene que ver sólo con el cambio climático. Afrontamos un serio problema que ha puesto en peligro el acceso a elementos vitales básicos como el agua, los alimentos, o los entornos saludables. En Venezuela, el mercurio que se utiliza en la minería ha envenenado enormes extensiones de la Amazonía, en las cuencas del Orinoco y el Cuyuní; en el país ya hay desplazados climáticos –por ejemplo, en el semiárido larense producto de las sequías–; deslaves como los recientes de Tovar (Mérida) serán más recurrentes; y los ciclos de producción agrícola estarán aún más amenazados por la modificación de los patrones estacionales, agravando la inseguridad alimentaria. La lista de cambios ambientales es larga. ¿Se entiende en verdad de lo que estamos hablando en las grandes esferas del poder y del pensamiento?

El vacío que se revela en esta clase política e intelectual para pensar y comprender lo que está en juego, para pensar en una alternativa a este modelo de muerte, es una clara expresión del vacío político en el que se encuentra el país. Fijémonos por ejemplo, cómo en Colombia, donde históricamente se ha desplegado tanta violencia y muerte sobre todo aquello que piense diferente a las élites instaladas en el poder, el nivel del debate ha incluso logrado que la propuesta gubernamental de Gustavo Petro y Francia Márquez exprese con claridad el objetivo de desescalar la dependencia sobre los combustibles fósiles, la descarbonización de la economía, prohibición del fracking y de nuevas exploraciones de hidrocarburos, entre otras propuestas. Cabe recordar que hoy, Colombia produce más petróleo que Venezuela.   

Las carencias que existen en la clase política e intelectual dominante en Venezuela, respecto a una comprensión integral del problema, no tiene sólo que ver con sus dificultades para articular lo económico con lo ambiental, lo social y lo cultural; tiene que ver, sobre todo, con entender que la vida de un país no es sólo PIB, renta per cápita y tasas de cambio, sino fundamentalmente agua, salud socio-ecológica, tierra, aire, buen vivir y dignidad. Estas dimensiones no caben en sus estadísticas.

Es cierto que este es también un problema global, que estos señalamientos podemos hacérselos a los dirigentes de todos los países del mundo, resaltando la responsabilidad que tienen los actores más poderosos. El Gobierno de Biden habla de “Green New Deal” y pretende asumir el liderazgo de lucha global contra el cambio climático, pero ya vemos que es una fachada mientras aumenta las exportaciones estadounidenses de gas a Europa por medio del fracking –algo devastador para el cambio climático– y sigue como promotor del extractivismo petrolero en otras latitudes. Putin no se queda atrás, ni la Unión Europea, China o Japón. Pero poco hacemos con mirar sólo hacia afuera; más bien requerimos generar aportes desde el lugar en el que nos encontramos, pero sobre todo, requerimos una reacción, un sentido de urgencia, imaginación política y un pensamiento alternativo que permita que Venezuela comience a salir de este extravío, de este desierto en el que las dirigencias históricas y actuales nos han dejado.

Construir una propuesta alternativa para Venezuela

Aunque no hayan sido numerosas, existen propuestas y publicaciones sobre otros formatos y pautas para fortalecer economías y estilos de vida no petroleros, no extractivistas, que contribuirían a construir una alternativa para el país: redes regionales cooperativas como Cecosesola, que promueven además la producción agrícola y la integran a las cadenas de abastecimiento solidario –Cecosesola abarca a unos 3 millones de personas en el occidente venezolano–; la propuesta de los Territorios Energéticamente Sustentables (TES) que propone transiciones a las energías renovables a partir de las potencialidades eólicas y solares del país; la enorme cualidad ecoturística de Venezuela, que realza el cuidado de los ecosistemas y puede integrar de forma mucho más directa a la población local; la propuesta de economías para la vida en y desde la Amazonía partiendo de su biodiversidad y las costumbres tradicionales de los pueblos indígenas; entre otras.

El país se merece y requiere, con urgencia, un debate que ponga en entredicho el imperativo petrolero y desgrane el conjunto de posibilidades que existen más allá del petróleo y el extractivismo. Nada que tenga que ser debatido en blanco y negro, o en absolutos, pero sí con la visión de que muchas cosas se van a tener que comenzar a hacer diferente. Este debería ser uno de los puntos de partidas más sensatos. Paradójicamente, el colapso de la Venezuela petrolera desestructuró viejas dinámicas y formatos, y abrió también nuevos caminos y posibilidades, pero estos necesitan ser transitados con imaginación y propósito. Ningún cambio vendrá por inercia. Pero intensificar la senda del extractivismo, además de un suicidio como país, es la enésima declaración pública de la incapacidad de las dirigencias políticas de transitar hacia un modelo diferente.

Un segundo factor que nos parece crucial es que esta alternativa política necesita convertirse en fuerza política. Para poder tener capacidad de transformación deberá acumular fuerzas, y ello será posible consolidando una articulación de los descontentos populares y las iniciativas políticas y sociales que surgen, y siguen surgiendo, más allá de los dos grandes bloques que marcaron la ya desvencijada polarización política. Tendrá que ser necesariamente una fuerza construida desde la diversidad, y requerirá la creación de la mayor cantidad de espacios posibles de encuentro e intercambio, que además construya una visión y propuesta integrada en la que se reflejen las demandas y reivindicaciones salariales, de igualdad de género, de transición socio-ecológica, de justicia para los pueblos campesinos e indígenas, entre otros actores y gremios. El proceso de despolarización que vive el país ha contribuido a propiciar estos espacios, pero es un proceso que necesita mayores esfuerzos, confianza y voluntades.

Un tercer y último factor nos parece de gran importancia: no bastarán estos grandes esfuerzos de discusión y construcción política sino se logra un significativo cambio de perspectiva, de cosmovisión, de sentidos comunes y patrones de conocimiento. Es necesario subrayarlo: la debacle sistémica que vivimos a escala planetaria, como humanidad, junto al resto de las especies, es producto del modelo civilizatorio imperante, sostenido sobre premisas de dominación y expolio masivo de la naturaleza, lógicas de crecimiento sin fin, ideales coloniales de progreso y desarrollo, y estructuras de gran desigualdad social. Estas premisas, a nuestro juicio, deben ser cuestionadas para trascenderlas hacia otras que coloquen la reproducción de la vida en el centro.

La situación no da para más, llegamos al límite. Así que además de examinar y elaborar una propuesta país e intentar acumular fuerza política, requerimos lograr que estas discusiones sobre el modelo civilizatorio y la posibilidad de transformar radicalmente nuestros modos de vida puedan tener cada vez más importancia en los debates nacionales; que pueda llegar a cada sector de la sociedad venezolana. No habrá justicia laboral, social o racial si no logramos abordar el cambio climático y el colapso sistémico. No tenemos muchas más opciones que asumir los trascendentales cambios que están en desarrollo, desde una perspectiva de cuidado de la vida. El reto no es pequeño para los y las venezolanas.

 

Autor

Emiliano Terán Mantovani

Sociólogo de la Universidad Central de Venezuela, investigador/ activista y ecologista político, orientado a las luchas contra el extractivismo y por la justicia socioambiental en América Latina. Investigador/Profesor en el Centro de Estudios del Desarrollo CENDES-UCV. Miembro del Observatorio de Ecología Política de Venezuela. Master en Economía Ecológica por la Universidad Autónoma de Barcelona y candidato a Phd en Ciencia y Tecnología ambientales por la misma universidad. Ha colaborado con diversas iniciativas como el Atlas de Justicia Ambiental (https://ejatlas.org/) y el Panel Científico por la Amazonía (https://www.laamazoniaquequeremos.org/). Sus trabajos disponibles aquí: https://uab.academia.edu/EmilianoTeranMantovani

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