Una crisis tan profunda como la que vivimos a escala planetaria, debería llevarnos a preguntas de fondo, existenciales, sobre nuestras formas de ser y estar en la Tierra; sobre cómo nos relacionamos con la naturaleza. Las políticas gubernamentales se vuelven más indolentes y los actos de destrucción ecológica se incrementan. Pero esto no implica fortalecer la idea del ‘humano’ únicamente como depredador innato de la naturaleza. En este artículo intento desmitificar esta idea y mostrar el pluriverso de saberes y expresiones sociales que hoy, y a pesar de este contexto, desarrollan otras formas de ser y estar con la Naturaleza. Muestran otras facetas de la humanidad. Desde la remembranza del trabajo de la recientemente fallecida etóloga, Jane Goodall, reflexiono también sobre la idea de Redefinir lo humano.
En el trasfondo del caos global que vivimos, hay una crisis del propio sostenimiento de la vida, al menos tal y como lo conocemos. Y no me refiero solo a lo que atañe a la vida humana: en la actual crisis planetaria se están estremeciendo las tramas ecológicas fundamentales, con una acelerada pérdida de biodiversidad, desaparición masiva de bosques, procesos severos de contaminación e intoxicación ambiental, y una perturbación climática que nos aproxima mayores eventos extremos.
Una crisis tan profunda debería sacudirnos y, sobre todo, debería llevarnos a preguntas de fondo, existenciales. Interpelaciones sobre algo tan esencial como nuestras formas de ser y estar en la Tierra; sobre cómo nos relacionamos con la naturaleza, y sobre nuestras concepciones, cosmovisiones y paradigmas epistémicos, nuestras formas de conocimiento.
Lo que se evidencia con claridad es un patrón dominante de objetivación de la naturaleza, convirtiendo la extraordinaria riqueza de las tramas y ciclos de la vida en apenas un ‘recurso natural’, en ‘materia prima’ para la exportación, o en paisaje mercantilizable. En este patrón, hemos quedado profundamente escindidos de la naturaleza, y erigidos, en cambio, como supuestos dueños y señores de ella. Se ha instaurado e institucionalizado una forma depredadora de relacionarse con la Vida, que nos ha ido llevando progresivamente a esta situación planetaria tan comprometida. Las políticas gubernamentales hoy, nos muestran descarnadamente este patrón, incluso su intensificación. Las extremas derechas, donde podemos contar a Donald Trump, Javier Milei, o el ya pasado gobierno de Jair Bolsonaro, han llegado incluso a desmentir la existencia del problema ambiental y climático, suprimir políticas y ministerios sobre el asunto, radicalizando la explotación de la naturaleza, y quizás lo peor, posicionado en sus seguidores que estos temas son una tontería y que hacen parte de una conspiración ‘woke’ o ‘comunista’ para impedir el crecimiento y el desarrollo. Otros gobiernos de derechas un poco más moderadas han seguido un patrón parecido, como el de Daniel Noboa en Ecuador o Rodrigo Cháves en Costa Rica, que han desmeritado el asunto ambiental.
Pero esto no es una cuestión exclusiva de derechas. En realidad, en la tradición progresista y del grueso de las izquierdas, a pesar de que sostuvieron una narrativa de transformación popular, y en algunos casos incluso reivindicaron los ‘derechos de la Madre Tierra’ y el ‘Ecosocialismo’, han también impuesto esta forma de relacionamiento depredador y escindido con la naturaleza, continuando el expolio de territorios a través de la expansión del extractivismo. En los últimos años, por mencionar ejemplos recientes, lamentablemente Luis Arce en Bolivia promovió la expansión sojera con la respectiva pérdida masiva de bosques, Andrés Manuel López Obrador impuso el Tren Maya causando grandes impactos en la selva y la fragmentación de corredores ecológicos, Nicolás Maduro en Venezuela instaló agresivamente el Arco Minero del Orinoco en la Amazonía, y recientemente Lula da Silva en Brasil ha concesionado bloques petroleros en la desembocadura del Amazonas.
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Como vemos, hay algo de fondo que no tiene solo que ver con ideologías. Hay un agresivo mandato de expolio y colonización ecológica compartido, que está instalado además en los imaginarios predominantes, y que en esta encrucijada existencial en la que estamos como planeta, es urgente cuestionarlo y contrarrestarlo, si queremos conservar las condiciones mínimas de vida en la Tierra.
Estos patrones compartidos han llevado a algunos a asumir la idea de que el ‘humano’, generalizado de manera abstracta, es una especie inherentemente destructora de la naturaleza, el ‘virus’ del planeta –como se escuchó repetidamente en los tiempos de la pandemia de la COVID19−, el “hombre como lobo del hombre”, y últimamente, como ‘especie genocida’.
Esta idea necesita ser problematizada.
El mito del ‘humano’ como depredador innato de la naturaleza y las ontologías en disputa
La idea de que el humano como especie es un natural e inevitable depredador de sus ecosistemas, planteado como una particular ontología política, no solo es parte de sentidos comunes en sectores de nuestras sociedades, sino que también se inscribe en tradiciones de pensamiento de herencia maltusiana, en la ‘tragedia de los comunes’ de Garret Hardin, el Paradigma de la ‘codicia’ de Paul Collier, entre otros, además de las perspectivas predominantes en la teoría política occidental, de raíz hobbesiana, que parten de la idea de una naturaleza voraz y predatoria del ‘hombre’.
Además, se suele establecer una generalización de la especie, borrando las notables distinciones culturales y de cosmovisiones en los diferentes grupos humanos que pueblan el planeta. El muy sugerente concepto de ‘Antropoceno’, que señala una nueva era geológica donde el ‘humano’ es el principal factor que genera los drásticos cambios que vive la Tierra, ha sido objeto de controversias precisamente por esta homogeneización del ánthropos y, por tanto, de los principales responsables de la grave crisis que vivimos. De allí que le hayan sido contrapuestos conceptos como el Capitaloceno, Plantacionoceno, Faloceno, Occidentaloceno, entre otros.
Al universalizar esta diversidad, esta tradición no es solo profundamente determinista, sino que también encubre que, antes que un reflejo de todo lo humano, es la expresión particular del modelo civilizatorio imperante. Modelo que se ha establecido a través de la imposición y colonización de la diversidad cultural y biológica planetaria; de la homogeneización subjetiva y tendiente a la individualización; y que ha instaurado una estructura de relaciones de poder sobre toda esa otredad para facilitar la ocupación de territorios y la apropiación masiva de naturaleza, la explotación de pueblos en buena parte de la geografía planetaria; y de forma contemporánea, la acumulación de capital, el auge de las sociedades de consumo y la urbanización de buena parte del mundo.
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Entender las relaciones socio-ecológicas desde esta óptica tiene además varias implicaciones. Primero, el encubrir las causas y responsables reales de la crisis ecológica planetaria detrás de la generalidad de “lo humano” y de una supuesta condición natural del ser, evade enfrentar a estos factores y actores, y, por tanto, abordar los necesarios cambios sistémicos. Segundo, la categoría de ‘lo depredador’ puede ser adjudicado a lo ‘salvaje’, que en la cosmovisión de la colonialidad suelen ser los sujetos racializados, las clases empobrecidas y los habitantes de países del Sur Global. Desde esta visión, generalmente depreda el pobre, el campesino, el ‘indio’ o el ‘negro’, el migrante, el ‘latino’ o el africano, antes que la corporación transnacional o las instituciones estatales, que “sí siguen los procedimientos técnicos” y están investidos de formalidad. Tercero, la idea universal del humano como depredador innato en realidad desestima toda capacidad de cuidado, conservación y restauración que pueden tener los grupos sociales. Cuarto, y en última instancia, esta perspectiva en la actualidad está en consonancia con concepciones extincionistas de lo humano –‘para salvar el planeta hay que eliminar su principal y único depredador’−, que en estos tiempos de crisis han venido ganando peligrosamente un cierto espacio.
Como contraposición a esta tradición, podría hacer referencia a algunas perspectivas críticas, como la evolución mutualista de Piotr Kropotkin –que se ha contrapuesto al predominante darwinismo social−, la ecología social de Murray Boockchin o varias miradas de las teorías sobre los comunes, todas estas concibiendo y subrayando los factores inherentemente cooperativos que también existen entre las diferentes especies que componen y permiten la reproducción y sostenimiento histórico de los ecosistemas, lo que incluye a los humanos. Sin embargo, voy a enfatizar en las experiencias territoriales latinoamericanas, que ofrecen una riqueza de contrastes y posibilidades respecto a otras relaciones con la naturaleza, y que muestran que el humano no tiene una condición unívoca.
He tenido la fortuna de haber recorrido gran parte de América Latina, en intercambio con comunidades, académicos y organizaciones sociales volcadas a la defensa de la naturaleza. Una cuestión recurrente que vi en muchos de esos territorios desmiente esta idea del humano depredador. Conocí bosques hechos por comunidades o por ambientalistas, como por ejemplo en la Reserva Ecológica Mindo-Nambillo en el Ecuador. Creadores de áreas protegidas, como las comunidades de Sarare (estado Lara, Venezuela) que hicieron del ‘Cerro La Vieja’ un Parque Municipal y luchan por convertirlo en Monumento Natural. Reproductores y restauradores de bosques de manglares, como la experiencia de Asprocig en el bajo Río Sinú, en el caribe colombiano. Viejos defensores de bosques húmedos, como los comunarios de la Reserva de Flora y Fauna de Tariquía (Bolivia), que hoy además resisten al avance de la explotación de hidrocarburos.
He también conocido numerosos guardianes y guardianas del agua, que luchan contra la degradación de este bien común, del que se sirve toda la red de la vida. Defensores de ríos, provenientes del interesante movimiento por los derechos de la naturaleza en Ecuador, que entre varias acciones logró el reconocimiento del río Machángara (Quito); o las diferentes comunidades que han integrado el Movimiento Ríos Vivos en Colombia. En el mar, los pescadores defensores de la Bahía de Guanabara en Brasil. También, sembradores de agua en el estado Mérida o defensoras de Laguna la Reina en el estado Miranda o la Laguna de Urao en el estado Mérida (todas en Venezuela).
He conocido muchos grupos que preservan semillas; defensores de osos frontinos en el estado Lara (Venezuela) y en el Chocó Andino (Ecuador); o quienes les procuran casas a colibríes y tangaras.
Ver también: Los defensores del bosque, el agua y el oso frontino reforestan en Humocaro Alto (Lara)
Estas son expresiones que podemos encontrar en toda América Latina y el Caribe, y en realidad en todo el mundo. Representan otras ontologías, otras ecosofías y formas de concebir y relacionarse con la naturaleza, que derrumban ese mito de una absoluta ontología depredadora, no para plantear una perspectiva romántica, u otra forma de determinismo, sino para hacer más claras las posibilidades de otras maneras de ser y estar en la Tierra, diferentes al patrón civilizatorio.
Son estas ontologías en resistencia, en disputa, como lo ha planteado Arturo Escobar. No es casual que en estos tiempos de agresivo avance del extractivismo, estemos presenciando un incremento muy recurrente de la criminalización de luchadores ambientales y pueblos indígenas. Son estos la primera línea de la defensa de la vida en el planeta, y lamentablemente, en América Latina, es donde más son asesinados. Acallar sus voces implica también acallar esas otras cosmovisiones y formas de entender nuestra relación con la naturaleza.
Redefinir lo humano con la naturaleza: recordando a Jane Goodall
Desde los años 70-80 del siglo pasado, el trabajo que la recientemente fallecida etóloga británica Jane Goodall realizó con chimpancés, causó un gran revuelo internacional. En numerosas entrevistas que le hicieron, se repitió muy recurrentemente la pregunta de si nos parecíamos a los chimpancés, y cuánto.
Quizás, lo insistente de estas preguntas dejaba ver, de forma muy sutil, la curiosidad de un mundo occidentalizado al que se le hacía ajena su propia animalidad. Un mundo que tal vez, en el fondo de su ser inconsciente, estaba buscando puentes con sus raíces ecológicas; quién sabe si tratando de entender su propia orfandad respecto a la Madre Naturaleza.
Una cuestión muy provocadora y maravillosa del trabajo de Goodall podría ser esta: comprender a los chimpancés, no tanto para reinterpretar nuestra relación con la naturaleza, sino para redefinir lo humano.
Goodall fue como un puente, un poco como si ella misma se hubiese hecho más chimpancé, como alguien que podía habitar y hablar el lenguaje de esos dos ‘mundos’. Y ese puente era, por tanto, en doble sentido: los chimpancés son como nosotros, usan herramientas, experimentan la adolescencia, se abrazan y besan, hacen la guerra. Nosotros, por tanto, somos también como ellos.
Ese puente implicaba un hermanamiento; hermanamiento extraño para el humano occidentalizado, pero hermanamiento al fin. El reconocimiento de nuestra elemental condición mamífera, nuestra animalidad. Hermanamiento para hacer comunidad inter-especie, como lo hizo ella. Convivir, con cuidado y respeto mutuo con el entorno, sabiéndose parte de este.

El chimpancé, al final de todo, ha sido también una excusa para re-aproximarnos a todo el conjunto de las especies.
¿Qué significa entonces redefinir lo humano? Lo primero que podría plantear, es la necesidad de derrocar la soberbia del humano moderno-occidental y volver a ser una especie más del conjunto. Es la humildad que nos hace falta en la relación con la naturaleza, de salir de esa posición, de pretender ser y creernos, erróneamente, sus dueños y señores. Redefinir lo humano, en medio de esta crisis planetaria, es una idea profundamente revolucionaria.
Pero hay más: la relación de Goodall con los chimpancés nos muestra una pedagogía del animal hacia el humano. Sus formas de relacionamiento con la naturaleza nos dan lecciones, enseñanzas, respuestas de cómo estar y relacionarnos con el todo. Goodall llegó a afirmar que los chimpancés la habían hecho mejor madre.
Pensar en esta pedagogía podría ir más allá del animal: puede considerarse también una pedagogía de las plantas, como lo ha mostrado la sabiduría indígena.
Hay una última cuestión a resaltar. Esta conexión de hermanamiento y reciprocidad tiene siempre el potencial de volverse política: al hacer comunidad con los chimpancés, Goodall se sensibilizó por los impactos ambientales que afectaban sus ecosistemas vitales y que los pusieron en peligro de desaparecer. Esa empatía la llevó a asumir una posición política y volverse activista.
Su compromiso político con los chimpancés se proyectó al todo, no solo al resto de especies, a la defensa del bosque, sino de toda la Tierra. Se trata de la consolidación de una ética ambiental. No en vano, en una de sus últimas entrevistas sugirió la necesidad de agarrar un cohete y enviar a Trump, Xi Jinping, Elon Musk, Putin, Netanyahu, etc., fuera de este planeta.