Suelo nuestro que estás en la tierra

junio 13, 2019

Suelo nuestro que estás en la tierra.

Francisco Javier Velasco

Para Observatorio de Ecología Política de Venezuela

Imagen de portada: Pexels

 

Resolver el problema básico que el monocultivo agrícola -panacea de la llamada “Revolución Verde” hace unas pocas décadas y catástrofe ecológica en la actualidad- plantea a quienes laboran en el campo, es considerar  una doble opción: a la riqueza rápida e irresponsable que desemboca en una pauperización del terreno, o a la sobriedad ecológica y responsable que con sensibilidad agrobiodiversa  regula  las mal llamadas malas hierbas y se abstiene de juzgar al gusano o a la lombriz.  Partiendo de la idea de que para continuar perviviendo hay que entender el lenguaje de la naturaleza y su comportamiento, en sintonía con la segunda alternativa, presentamos una breve alabanza al suelo, parte superficial de la corteza terrestre de tanta significación para la humanidad y sus posibilidades de perpetuación.

Releer un proverbio hindú que dice “Quien cae al suelo se levanta con ayuda del suelo” es toparse con la nueva faceta de una gema que nos hace percibir luces inéditas, ángulos que expanden arco iris y reflejos de ensueños. Con lentitud se eleva, entonces, desde las plantas de nuestros pies, lentamente, el sagrado escozor de la tierra, y comprendemos a los antiguos ainus, a los campesinos vietnamitas que confiesan sentirse acariciados por el barro cuando recorren los líquidos arrozales, evocamos a los alquimistas y sus ideas sobre la escoria viva, el humeante estiércol y su oculto oro, y también, nosotros experimentamos la necesidad de descalzarnos ante lo sagrado. Sólo que ahora la hierofanía* no es una zarza ardiente como la que vio Moisés sino esa delicada  capa edáfica en la que se dan cita nuestros verdaderos antepasados.

El primer sentido que encontramos en el citado proverbio es ético, un consejo moral. La relación entre la caída y el aprendizaje o el don cultural la narra La Biblia y evoca el mito griego de Prometeo, ladrón de fuego, espía del secreto de dioses. La segunda responde a la misma aspiración ascendente de nuestro planeta, cuya carga de esporas, cuernos, pámpanos y enredaderas, embriagada de filotaxis, late al son de la eclíptica, mientras el sol y la luna nos miran. La tierra, desde siempre aspira al cielo. La tercera  interpretación que nos viene a la mente se refiere específicamente al suelo, al humus, cuya contribución es innegable para el desarrollo de todo proceso orgánico posterior. Tampoco se nos escapa la relación homo-humus que alude al binomio humano-tierra. La cuarta y por el momento última alusión  cuyo sentido aventuramos, tiene que ver con cualquier punto de apoyo, no importa el lugar ni la época de la caída. Porque es de la sustancia del desastre de la que se hacen el corno y la envoltura que protege la raíz de la nueva planta.

Aguzando el oído más allá de las ondas hertzianas, más allá del mismo oído y la audición, ese escozor se transforma en un rumor al que no podemos sino llamar sinfonía del suelo. En él canta el agua milenaria y la meteorización de los siglos desgrana partículas de la roca madre. Frío y calor resquebrajan laderas, hacen danzar los vientos nocturnos, barren hacia los valles las sales preciosas. La voz de los nutrientes se desliza hacia los cuatro rincones del mundo, y casi inmediatamente llegan los moluscos, gusanos y cochinillas con el instrumental de sus antenas, y vienen el ciempiés y la escolopendra, la araña transparente y los coleópteros. Lo tonos bajos están a cargo de los protozoos y las amebas. Los más altos los trinan los páridos y los roedores que se aman en los bosques y las llanuras.

Esta sinfonía es tan sutil, que para escucharla en toda su magnificencia nos son necesarios sensores de ultrasonidos. Y aún utilizándolos no oiríamos ni percibiríamos en ella nuestro propio orden musical sino un concierto natural, violento y sublime, pero lleno de sentido en el que la muerte alimenta la vida así como la caída mentada en el proverbio  gesta la resurrección de nuestras piernas. El ácaro junto a la raíz y el miriápodo ciego soplan para que el oxígeno necesario para el trabajo de sus compañeros siga fluyendo por los orificios y vías de respiración, mientras la lombriz se desliza entre deyecciones frías y oscuros minerales. Un simple corte de pala en un huerto o en la tierra virgen nos revelaría la verdadera riqueza de la tierra, permitiéndonos imaginar la trama del sinfónico suelo. Entre los seguidores de la antroposofía de Rudolf  Steiner, pioneros en agricultura orgánica, circula la tesis de que trabajar con compost y abonos orgánicos abre el apetito. El estómago y sus jugos gástricos son, en nuestro cuerpo, el equivalente de esa zona transida de vida, llena de parásitos, ácidos, álcalis, que llamamos edáfica.

Allí están también haciendo coro, los hidrofílidos o comedores de excrementos y los histéridos devoradores de cadáveres y larvas muertas. No los detiene la lluvia ni el viento fuerte y frío y son tan respetados como los demás músicos, que, a ratos, en determinados momentos del año, los dejan actuar de solistas. Y no debemos olvidar a las hormigas y las chinches, que agregan un rumor de ultratumba y jerarquía al concierto, deambulando de aquí para allá con su carga de hojaldres y tallitos. Vegetarianos o carnívoros, depredadores o depredados, víctimas o verdugos, todos se entregan en el suelo a replicar las bodas celestes entre agujeros negros y enanas blancas, porque muy arriba en el confín del universo, idéntica odisea viven y mueren las estrellas.

Que tal incesante, trágica o maravillosa, según se piense, actividad, sea sinfónica, es decir tenga-una-sola-voz, ululante o casi queda, quebrada y polimorfa, es una ocurrencia demasiado feliz para ser cierta. En verdad, se trata de una modesta proyección poética que busca, metáfora mediante, ampliar, junto al campo de nuestro saber, el de sentir a la altura de la planta de los pies, tal vez para que se cumpla el dictum que dice “Es tanto lo que no sé, que no sabía que era tanto”. Entonces, cuando lo que consideramos inerte se revela lleno de vida, y lo simple se abre en nuevas complejidades, el suelo que nos sostiene y alimenta canta su sinfonía convirtiéndonos por un momento en el “sello del anillo de lo viviente”, que dijera Omar Khayyam, el poeta persa. A través de su dorado círculo, el cosmos  íntegro trabaja para nuestra alegría, y el trono de barro, del mismo fango que nos une, es el mejor asiento para nuestras ínfulas antropocéntricas de reyes de la creación, para comprender desde una perspectiva de humildad que ser humano y naturaleza conviven, coevolucionan y  son complementarios en la integralidad planetaria.

 

 

 

* Hierofanía (del griego hieros (ἱερός) = sagrado y faneia (φαίνειν)= manifestar) es el acto de manifestación de lo sagrado, conocido también entre los hinduistas y budistas con la palabra de la lengua sánscrita darśana, y, en la forma más concreta de manifestación de un dios, deidad o numen, se denomina teofanía.