Celebración de la bicicleta

epa08306721 A young man wearing a protective face mask rides a bicycle along the main street of Bishkek, Kyrgyzstan, 19 March 2020. There are three confirmed cases of the pandemic COVID-19 disease caused by the SARS-CoV-2 coronavirus in Kyrgyzstan. EPA/IGOR KOVALENKO

Francisco Javier Velasco Páez

 

“Más cosas hay en una bicicleta de las que imagina tu filosofía, Horacio.”   Julio Cortázar

 

Imagen de portada: La bicicleta ante la crisis de gasolina y de transporte se potencia en Venezuela (foto: ANSA)

La bicicleta, ese vehículo  que consta de dos ruedas alineadas fijas a un cuadro, se dirige mediante un manillar y es impulsada por una combnación de pedales y engranajes movidos por los pies, es sinónimo de libertad, placer y armonía con el entorno. Los antecedentes de este hermoso invento pueden ubicarse hace muchos siglos en creaciones de las antiguas civilizaciones de la China, Egipto y la India.  Mediante una sutil alquimia que combinaba arte, ciencia y técnica, Leonardo Da Vinci concibió y trazó los contornos de la primera bicicleta plasmando su dibujo en un apartado del “Codex Atlanticus”. En el árbol genealógico de la bicicleta figuran ingeniosos artefactos tales como el celerífero, un bastidor de madera con ruedas, del conde Mede de Sivrac (Francia, 1690); la máquina draisiana, vehículo de dos ruedas con dispositivo de dirección,  diseñado por el aristócrata Karl Drais Von Sauerbronn (Alemania, 1816); el Dandy Horse, con asiento ajustable y apoyo para el codo (Inglaterra, 1816); y la máquina a pedales con palanca de conducción  fabricada por el herrero  Kirkpatrick Macmillan (Escocia, 1839). No obstante, se reconoce a la michaulina, creación de Ernest Michaux (Francia, 1869), como precursora directa de la bicicleta.

El mundo ha sido y sigue siendo bicicletero para gran parte de su población urbana y rural.  Contrariamente a lo que algunos afirman, hacen gala de sabiduría, sensibilidad y espíritu cultivado, quienes abogan desesperadamente por convertir   carreteras en ciclovías. Por ser a la vez genial mecanismo, el ejercicio más practicado e irrenunciable, transporte libre, igualitario, económico, limpio, flexible y simple, la excepcional bicicleta ha resistido y perdurado a lo largo de muchos años. La bicicleta permite reducir el margen de incertidumbre y de constreñimientos que  imponen los modos de transporte dominantes: sale uno cuando quiere, sabe muy bien cuanto tiempo le llevará su desplazamiento; se para muy cerca de la destinación final; y, además, la bicicleta es muy convival. Sinónimo también de buena salud física y moral, el uso de la bicicleta incluye en efecto una relación apaciguada con el tráfico automóvil, constringente y contaminante. Cuando montamos una bicicleta y nos desplazamos con acompasada musicalidad, confluyen en el conjunto ser humano/máquina la unión de lo espiritual con lo material: se trata de una forma trascendente de estar en el mundo.

Si el automóvil aísla, encierra y estresa, además de contaminar, transformar y devorar el espacio y tiempo por el que discurre, la bicicleta abre, acerca y alegra, además de ser un medio muy respetuoso con la naturaleza y la gente y un instrumento de gran calidad para potenciar la propia salud, y contar con  otras ventajas y beneficios. La forma de movernos que practicamos cuando nos desplazamos en bicicleta nos permite vivir el camino de una manera incomparablemente más rica que con ningún otro medio, si exceptuamos el andar. En la bici todo está muy cerca. Está cerca porque para los desplazamientos que hacemos a diario en el interior de nuestras ciudades, y esto ya se ha demostrado en muchas ocasiones, la bicicleta es el medio más rápido, llegando antes que el automóvil, el autobús, o incluso la moto a destinos en un radio de 5 kilómetros.  Pero además, la bici acerca, sobre todo, porque no crea barreras entre nosotros y nuestro entorno.

Ciclista en cola de gasolina en plena pandemia de Covid19, Caracas. Fuente LaFM.

La ciudad, espacio para la comunicación, se hace a sí misma a base de ámbitos de socialización. Sin calles y plazas habitables no hay ciudad. Un peligro que acecha a la gran urbe contemporánea, donde grandes infraestructuras viarias nos llevan cada vez más rápido de ninguna parte a ninguna parte, es que no vivimos el trayecto, no nos enriquece el viaje. En cambio el desplazamiento a pié, y el viaje en bicicleta (a todos los efectos igual en cuanto a la relación entre persona y ambiente, salvo que la bicicleta nos amplia el radio que abarcamos), nos permiten vivir el camino. Esa vivencia enriquece nuestra cultura y nuestra ecología. A la imperfección actualísima y extendida de la ineficiente velocidad, de la ecuación consumista, una persona/un motor, se contrapone el virtuoso pacifismo del sosegado pedaleo. Ser muy potente para asfixiar la ciudad en feroz competencia darwinista, o ser volátil para afilar el aire elegantemente. Una cuestión que no es menor, pues de su resolución, que es fundamentalmente ideológica, depende la calidad de vida futura en nuestros centros urbanos.

Queremos dejar en claro que está muy lejos de nosotros la idea de contemplar  a la bicicleta de manera anecdótica, considerando solamente  su dimensión recreativa o deportiva, pues tal perspectiva sólo contribuye a maquillar el rostro desarrollista de las políticas de transporte que potencian y consolidan la hegemonía del automóvil individual. Vale la pena destacar aquí que buena parte de  las dificultades para incidir sobre la marcha de la actual civilización global y su reflejo territorial, no estriba tanto, como suele decirse, en la falta de medios económicos o de instrumentos técnicos, como en las incapacidades colectivas para revisar los fines que presiden y orientan los comportamientos en la sociedad.  Es por ello que estamos a favor de una promoción ética y socialmente comprometida de la bicicleta, para conjugarla de manera equilibrada con otros modos de transporte en el marco de una política de movilidad  capaz de contribuir significativamente a la construcción de estilos de vida alternativos y sustentables, a otras formas de convivencia.

El médico veterinario Pedro Villegas usa su bicicleta después de un turno de trabajo en Caracas, Venezuela. Foto tomada el 29 de mayo, 2020. REUTERS/Manaure Quintero

Así como hay una “cultura de la solidaridad”, en la que viven aquellos que han hecho del otro un espejo de su conciencia; o hay una “cultura de la paz”, que practican los que creen que las diferentes opiniones no deben combatir entre sí con otras armas que las palabras; así como se va extendiendo cada vez más una “nueva cultura del agua”, que opina que ese elemento vital es un bien tan precioso que no podemos derrocharlo porque no podemos arriesgarnos a quedarnos sin él; o así como podríamos hablar de una “cultura del diálogo”, de una “cultura de lo sano” o de una “cultura ambiental”, así mismo podemos hablar  de una “cultura de la bicicleta”.

Cada vez son más (y esta tendencia se acrecienta en el contexto de la actual pandemia y la crisis planetaria que se le asocia), quienes han hecho del uso diario de la bicicleta su práctica cotidiana, descubriendo así la mejor manera de desplazarse, de habitar el espacio en que se mueven.

  

Autor

Francisco Javier Velasco

Antropólogo y Ecólogo Social. Doctor en Estudios del Desarrollo, Maestría en Planificación Urbana mención ambiente, Especialización en Ecodesarrollo, profesor investigador del CENDES UCV.

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