Al borde del precipicio: poder, saber y apocalipsis ecológico

Al borde del precipicio: poder, saber y apocalipsis ecológico

Francisco Javier Velasco

Para Observatorio de Ecología Política de Venezuela

Imagen de portada: The Boar


Hoy, como tantas cosas bellas en esta tierra, cientos de miles de especies (incluida la humana) provenientes todas de un mismo barro que nos articula, están a punto de extinguirse. Los trazos fundamentales del tenebroso panorama de colapso ecológico en el que se desenvuelve ese proceso se fundamentan en innumerables estudios, informes, reportes, declaraciones y manifiestos de especialistas y equipos multidisciplinarios e interdisciplinarios, así como en la experiencia cotidiana de sobrevivencia de múltiples pueblos y millones de personas en todo el mundo. Con lucidez y precisión se señala que, de persistir las tendencias imperantes, la humanidad no tiene muchas posibilidades de sobrevivir como especie más allá de la mitad del siglo en curso, y que en ese caso la desintegración social puede extenderse por todo el globo antes de ese momento.

Los pronósticos sobre el cambio climático se vienen cumpliendo a mayor velocidad de la prevista con el aumento creciente de la temperatura de los mares -y por lo tanto del nivel del mar- y el derretimiento de los glaciares y casquetes polares, la ocurrencia de fenómenos naturales extremos, la inundación progresiva de vastas regiones, la progresiva transformación de regiones fértiles en desiertos y el inicio de migraciones que pueden llegar a ser las más numerosas registradas históricamente. Todo apunta a una radical modificación de los mapas y a una alteración profunda y fatal de la trama global de la vida como consecuencia del exceso de calor.

Además de incidir de manera determinante en el calentamiento global, la sobreutilización de combustibles fósiles, combinada con otros factores, ha generado las lluvias ácidas causantes de la desaparición de la mayor parte de los bosques de Europa central y parte considerable de los bosques canadienses, que desempeñaban un importante papel en la regeneración del oxígeno de la atmósfera y la eliminación de gases de efecto invernadero. Por su parte, las selvas lluviosas tropicales, entre ellas la amazónica que es la más grande y un componente clave en la estabilización climática planetaria, están siendo destruidas a un ritmo vertiginoso por, entre otros, por  la urbanización, la agroindustria, los megaproyectos hidroeléctricos y la extensión desenfrenada de la minería.  Conviene recordar aquí que, aún si en este momento se detuviera la producción de gases de carbono, las enormes cantidades de estos gases que ya han sido liberadas permanecerán por mucho tiempo en la atmósfera haciendo que su temperatura y la de los océanos se incremente constantemente. Mientras tanto otros gases generados industrialmente seguirán generando precipitaciones ácidas por muchas décadas.

Otro factor de importancia medular en el origen de la crisis ecológica global deriva de la llamada “Revolución Verde”, especie de quimioterapia intensiva de los suelos que de manera masiva utiliza agrotóxicos (fertilizantes y plaguicidas) y transgénicos que destruyen los microorganismos que regeneran el nitrógeno y otros nutrientes esenciales  para los cultivos (incluyendo los micronutrientes que en la mayoría de los casos no pueden ser sustituidos artificialmente), acaban con las lombrices y contaminan las aguas de ríos y manantiales, conduciendo a una disminución alarmante de las tierras cultivables  en extensas regiones de los cinco continentes. Cabe acotar además que los agrotóxicos derivados del petróleo se acumulan en organismos animales y vegetales y pasan por la cadena alimenticia a millones de seres humanos que se ven afectados por múltiples afecciones que van desde alergias y erupciones hasta enfermedades degenerativas como el cáncer y la leucemia.

Desde 1945 gran cantidad de sustancias radiactivas producidas por la industria nuclear, algunas de  las cuales permanecen activas por centenares de miles de años,  han sido vertidas e inyectadas en la biósfera.  Dichas sustancias han contribuido de manera decisiva a que las tasas de aparición del cáncer se multipliquen; como otros de sus impactos se prevé la aparición de mutaciones con consecuencias impredecibles para la salud humana y la salud de los ecosistemas. No obstante, se siguen construyendo instalaciones nucleares con fines “pacíficos” y militares. A la radiación generada por la detonación de artefactos nucleares y los desechos atómicos, se suman las catástrofes de plantas como las de Tchernobyl en la antigua Unión Soviética y Fukushima en Japón cuyos efectos nocivos se siguen propagando luego de años e incluso décadas después de haber ocurrido esos sucesos. Las mortíferas consecuencias de las sustancias radiactivas se complementan con el envenenamiento provocado en miles y miles de personas por desechos industriales tóxicos, particularmente en la llamada periferia del sistema económico mundial.

Al dramático cuadro anteriormente descrito se agrega la creciente escasez de agua potable que podría convertirse, en un plazo relativamente breve, en uno de los problemas más graves de la humanidad, peor aún que el de la escasez y contaminación de alimentos. Durante los últimos años la penuria hídrica se ha hecho apremiante en vastas regiones del mundo entre las que podríamos citar como ejemplo el Medio Oriente, el África subsahariana, zonas urbanas y suburbanas de California en los Estados Unidos. En Venezuela la escasez de agua afecta de manera creciente a  las regiones central y occidental  del país.

La polución responsable de la ruptura del equilibrio ecológico a escala mundial no se manifiesta solamente en los planos físico, químico y biológico, sino que también ocurre en los ámbitos psicológico, social y cultural. Esto es claramente (aunque no de manera exclusiva) evidente en las poblaciones urbanas afectadas cada vez más por ansiedad, angustia, anomia, stress, neurosis, violencia, delincuencia y otros males que contribuyen sensiblemente al deterioro de las condiciones de vida en las ciudades.

Desde hace varios milenios la historia humana y la de ésta con la naturaleza han sido progresivamente sumidas en la dialéctica del poder y el saber. Pareciera como si la misión del saber fuera el  poder. A su vez, la misión del poder es controlar el saber. Sin embargo el sabio tiene –desde Sócrates- la obligación de confesar que no sabe lo que no sabe, en tanto que el poderoso –Huang Ti, Nerón, Hitler, Stalin, Amin, Pinochet o Pol Pot et alia– nunca reconocerá la debilidad del no poder, ya que en ello se juega el tabicado espacio que acotan sus ejércitos y guardias pretorianos. Ese tabicado es el método que dictadores y déspotas civiles y militares han empleado a lo largo de los siglos para controlar y dividir a los pueblos que se hallaban bajo su égida, para sojuzgar territorios y naturaleza. En cambio otros, -Galileo, Tesla, Russell, por ejemplo- se involucran en una búsqueda de conocimiento osmótico, permeable, de un saber que no está separado de su conciencia.

El poder necesita de sus opacidades, sus cárceles y culpas de terceros para subsistir. Por eso convierte a su policía en sombras raptos, inventa escuadrones de la muerte y cuerpos especiales de esbirros para controlar otros cuerpos, para controlar otros seres; el poder, como el mitológico Rey Midas, ansía solidificar –aunque sea en oro todo- lo que toca. Por el contario, el saber busca la luz, es decir transmisiones, relaciones, analogías y leyes, para lo cual necesita estar abierto, atento, despierto y –principalmente- no eludir responsabilidades. El patrón civilizatorio dominante a escala global ejerce o pretende ejercer poder y control sobre el mundo natural basado en un conocimiento fragmentario, que asume como premisa nuestra separación con respecto al todo que nos rodea, contextualizado en una falsa realidad de entes separados y autoexistentes, dando pie a un fundamentalismo tecnológico que se propone manipular la realidad como si la misma fuese un cúmulo de partes independientes entre sí. De esta forma, nos impide tener una perspectiva global, generando la crisis ecológica. En nuestra aproximación a la naturaleza (y también a la sociedad), la captación de lo particular vela el conjunto y su trama de relaciones. De tal manera, como ejemplo, que la visión del árbol oculta el bosque; molestos con el árbol le prendemos fuego ocasionando así el incendio del bosque y, en consecuencia, nuestra propia incineración. Confundimos nuestros mapas conceptuales con lo dado y les atribuimos grados absolutos de verdad o falsedad. La ávida búsqueda de conocimiento utilitario, ligado al poder, produce una gran acumulación de conocimientos incompletos y unilaterales que deforman la realidad. Su aplicación instrumental interfiere con el orden natural y desata perturbaciones ecológicas.

Con una mirada descontextualizada, estatizada, mercantilizada e higiénicamente cuantificable, ante el desorden ecológico que él mismo crea, el poder se muestra incapaz de garantizar masivamente certeza o seguridad ambiental. Para abordar la crisis ecológica y detener la marcha hacia el desastre, necesitamos desplegar una sabiduría sistémica capaz de orientarnos sobre la interdependencia mutua del planeta y sus criaturas, sobre el restablecimiento de la comunicación pluridiversa entre los seres humanos, y entre estos y el mundo orgánico e inorgánico. Debemos en ese marco  mostrar elocuentemente  los límites de la razón, de la comprensión de lo dado, de la ciencia y de la técnica; denunciar las desigualdades de poder político, social y económico, así como los perjuicios causados por el desenfreno tecnológico; oponernos a todas las formas de dominación;  impulsar la creación de sociedades diversas, equilibradas, justas y libres, ambientalmente integradas; y aprovechar los descubrimientos más recientes de las ciencias en diálogo horizontal e intercultural con otros saberes. Vistas así las cosas, asumimos una postura política y filosófica para enfatizar el respeto a los otros seres humanos y a la totalidad de la naturaleza, y promover la urgencia de instaurar una era de armonía comunitaria y biosférica.

Autor

Francisco Javier Velasco

Antropólogo y Ecólogo Social. Doctor en Estudios del Desarrollo, Maestría en Planificación Urbana mención ambiente, Especialización en Ecodesarrollo, profesor investigador del CENDES UCV.

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